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El día menos pensado
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Historia de los presidiarios 1793-1993
- Fernando Picó, SJ -


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Documentos históricos




CRÓNICA POLÍTICA

Madrid. Martes, 12 de diciembre de 1865. Año II, no. 589.
Library of Congress. Manuscript Division.
Papers of José Ignacio Rodríguez; caja 143.

Periódico La Democracia, 1865


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Don Julio Vizcarrondo

" YER HA PRESENCIADO MADRID uno de los más grandiosos espectáculos que pueden presenciar los pueblos libres; un espectáculo que no se borrará nunca de su memoria. El pobre, el débil, el humilde esclavo, afligido por todas las degradaciones juntas, por todos los dolores compendiados en el dolor supremo de la servidumbre, habrá oído a través del espacio el saludo que le enviaba la joven España, reunida en el pensamiento de su emancipación. ¡Noble carácter de nuestro siglo!

Mientras los pueblos antiguos esclavizaban a sus enemigos creyéndolos de naturaleza inferior a su naturaleza; mientras la monarquía absoluta aglomeraba los negros en las minas de América, nacida a la civilización para ser libre; mientras los conventos consentían que el siervo del terruño empapase la tierra con su sudor y con sus lágrimas; el siglo décimonono, este siglo tachado de impío, consagra la palabra de sus grandes oradores, la pluma de sus escritores, las discusiones y los votos de sus asambleas, la sangre más pura del primero entre todos sus pueblos, a redimir, a emancipar a los esclavos, a esos seres envilecidos, que allá en el fondo de la sociedad encerrados, son menos, valen menos, significan menos que las bestias. La civilización moderna es como la luz: llega a tocar, sin mancharse, el fango que han amontanado siglos de iniquidades y lo deshace; y de su siervo saca el vapor que más tarde se condensa en gotas de purísimo rocío. La civilización moderna, con su luz y con su calor, saca almas, millones de almas libres del seno de la esclavitud. ¡Poder inmenso, milagro sin igual, que será la honra de nuestro siglo!

Antes de comenzar la reseña del meeting del domingo, séanos permitido tributar un elogio al insigne secretario de la Sociedad Abolicionista a que nos gloriamos de pertenecer todos los redactores de La Democracia; séanos permitido elogiar a Don Julio Vizcarrondo. Si la fe, si la constancia, si el celo por una gran causa, si la inteligencia para sostenerla, si la incansable actividad para propagarla, si todas estas cualidades se hallan reunidas en un hombre ese hombre es Don Julio Vizcarrondo. No adulamos. Lo que escribe nuestra pluma, lo siente con profundísimo sentimiento nuestro corazón, lo trae con profundísima creencia nuestro espíritu. Todo cuanto se ha hecho en estos últimos días, él lo ha preparado con grande y extraordinario celo. Y si ha habido una Sociedad Abolicionista en España que tiene su periódico, que celebra sus sesiones, que ha fomentado esta cuestión en la esfera de la opinión pública, débese indudablemente a su extraordinario celo, a su grande actividad.

El teatro estaba lleno, henchido de gente. Sobresalían multitud de señoras que, por vez primera, asistían a una reunión de esta clase y que la realzaban con sus encantos y con el aroma de poesía y de virtud que extiende por todas partes el alma de la mujer.

Empezó la sesión por un discurso de Don Tristán Medina. Pocas veces hemos oído al señor Medina a tanta altura como en la tarde del domingo. La ternura de sus sentimientos, la elocuencia de sus palabras, la novedad de sus ideas, los recuerdos de su patria, donde arrastran las cadenas tantos millares de esclavos, dieron al discurso del señor Medina tales encantos que, a no dudarlo, nunca, nunca, se olvidará el público de aquella admirable oración que a unos arrancó lágrimas, a otros aplausos, a todos ferviente entusiasmo. El señor Medina convirtió verdaderamente la iglesia en un templo y supo dar a la reunión el carácter evangélico que deben tener todas las reuniones donde se trate de abolir la esclavitud, esa odiosa institución que debió quedar abolida el día mismo en que empezó a ser el símbolo más alto de la civilización moderna la cruz que había sido, en la civilización antigua, el patíbulo del esclavo.

Después del señor Medina, habló el señor Carrras y González, que, en un discurso muy erudito, pintó los graves, los gravísimos inconvenientes que, para el comercio, para la industria, para la civilización, para la paz de las Antillas, tiene la infame institución de la esclavitud; la más bárbara, la más odiosa de cuantas instituciones ha legado la antigüedad.

El discurso del señor Sanromá, que siguió al discurso del señor Carreras, trató profundamente la cuestión. Corrección en la frase, conocimientos varios, facilidad admirable, galanura, ironía, elocuencia, todo esto tiene, indudablemente, todo esto y mucho más, en sus aplaudidos discursos el señor Sanromá. Lástima grande que no corrija cierto amaneramiento en la acción y aún en el estilo que es un defecto de que se corregiría fácilmente [si se] abandonase a la naturalidad propia del talento que le distingue. Los discursos [sic] del domingo es de los mejores que le hemos oído en su clase. Primero habló con grande lógica de la necesidad de uniformar el régimen de las Antillas con el régimen de España. Mostró en seguida lo que es una gran verdad: que la esclavitud mantiene en Cuba el odioso régimen militar, el odioso régimen absolutista. Cuando el señor Sanromá entró a considerar bajo todos sus aspectos la cuestión de esclavitud, sus observaciones fueron tan nuevas como profundas. Sobre todo, al hablar de los mercados de esclavos, de aquellas aglomeraciones de criaturas humanas más maltratadas que las fieras, conmovió, electrizó al público. Reciba nuestro sincero parabién.

El señor Figuerola no tiene ni la facilidad de palabra ni la entonación que se requiere para la oratoria. Habla siempre incorrecta y desusadamente. Nunca se olvida de que es catedrático. Está perpétuamente enseñado. Pero en sus discursos hay siempre noticias concisas, erudición, numerosísimas ideas y un conocimiento extraordinario de la materia que trata. El público, en cambio, está siempre, cuando oye al señor Figuerola, aprendiendo. Así lo demostró, ciertamente, en su discurso de ayer, en el cual historió la esclavitud, sus alternativas, los tratados, llegando hasta el fondo, ciertamente, de la llaga que mana podredumbre.

Después del señor Figuerola, habló el señor Rodríguez. Orador de una facilidad y de una naturalidad admirables, el señor Rodríguez se limitó a protestar contra la esclavitud, para que no pudiera caer sobre su nombre la negra sombra de complicidad moral en este gran crimen. El señor Castelar resumió el debate.

La sesión fue admirable. Todo contribuyó a ello: lo numeroso de la reunión, el entusiasmo, hasta el arte con que había sido decorado el local. En el fondo se veían los nombres de los más ilustres abolicionistas: Buxton, que, en el año 1833, propone al Parlamento inglés la abolición de la esclavitud; Wibelforce [sic], uno de los más ardientes defensores de la destrucción de la trata, el que inició la propaganda abolicionista en Inglaterra; Clarkson, que, desde 1780, propuso la abolición de la trata y movió la conciencia del pueblo inglés para abolirla; Broglee, que, desde 1822, ha trabajado con una constancia sin igual, proponiendo la abolición de la esclavitud en la Cámara de los Pares franceses, que la reiteró en 1837, que fue, por último, Presidente de la comisión que la abolió en las Antillas; Chaning, el gran orador que contribuyó con su palabra a redimir la esclavitud; Enriqueta de Stowe, la mujer incomparable que, con una novela, ha libertado a tres millones de esclavos; Cuchin, el gran historiador de la abolición de la esclavitud; el mártir Brown, que se lanzó desesperado a emancipar a los negros con las armas en la mano, rodeado de sus hijos y sus criados; Mentalambert, que siempre ha sostenido la abolición de la esclavitud; Orense, el patriarca de la democracia española, que la ha propuesto en tantas ocasiones a las Cortes españolas; Lincoln, cuyo nombre solo es la epopeya de este siglo.

¿Qué hemos de decir nosotros? Felicitémonos ardientemente al ver que las costumbres liberales se arraigan cada día más en nuestra patria y juremos no descansar un punto hasta ver borrada de su suelo la infame esclavitud."

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