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Celebrar la Pascua, es volver a creer que
Dios irrumpió y no deja
de irrumpir en nuestras
historias desafiando nuestros
«conformantes»
y paralizadores determinismos.
Celebrar la
Pascua es dejar que Jesús
venza esa pusilánime
actitud que tantas veces
nos rodea e intenta
sepultar todo tipo de esperanza. |
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Texto completo de la homilía de Francisco
en la Vigilia pascual 2018
sta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la oscuridad de la noche y
en el frío que la acompaña. Sentimos el peso
del silencio ante la muerte del Señor, un
silencio en el que cada uno de nosotros puede
reconocerse y cala hondo en las hendiduras
del corazón del discípulo que ante la cruz
se queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido
frente
al dolor que genera la muerte
de Jesús: ¿Qué
decir ante tal situación? El
discípulo que
se queda sin palabras al tomar
conciencia
de sus reacciones durante las
horas cruciales
en la vida del Señor: frente
a la injusticia
que condenó al Maestro, los discípulos
hicieron
silencio; frente a las calumnias
y al falso
testimonio que sufrió el Maestro,
los discípulos
callaron. Durante las horas difíciles
y dolorosas
de la Pasión, los discípulos
experimentaron
de forma dramática su incapacidad
de «jugársela»
y de hablar en favor del Maestro.
Es más,
no lo conocían, se escondieron,
se escaparon,
callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido y paralizado,
sin saber hacia dónde ir frente a tantas
situaciones dolorosas que lo agobian y rodean.
Es el discípulo de hoy, enmudecido ante una
realidad que se le impone haciéndole sentir,
y lo que es peor, creer que nada puede hacerse
para revertir tantas injusticias que viven
en su carne nuestros hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso
en una rutina aplastante que le roba la memoria,
silencia la esperanza y lo habitúa al «siempre
se hizo así». Es el discípulo enmudecido
que, abrumado, termina «normalizando» y acostumbrándose
a la expresión de Caifás: «¿No les parece
preferible que un solo hombre muera por el
pueblo y no perezca la nación entera?» (Jn
11,50).
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Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan contundentemente, entonces
las piedras empiezan a gritar (cf. Lc 19,40)[1]
y a dejar espacio para el mayor anuncio que
jamás la historia haya podido contener en
su seno: «No está aquí ha resucitado» (Mt
28,6). La piedra del sepulcro gritó y en
su grito anunció para todos un nuevo camino.
Fue la creación la primera en hacerse eco
del triunfo de la Vida sobre todas las formas
que intentaron callar y enmudecer la alegría
del evangelio. Fue la piedra del sepulcro
la primera en saltar y a su manera entonar
un canto de alabanza y admiración, de alegría
y de esperanza al que todos somos invitados
a tomar parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos
«al que traspasaron» (Jn 19,36;
cf. Za 12,10);
hoy con ellas somos invitados
a contemplar
la tumba vacía y a escuchar las
palabras
del ángel: «no tengan miedo…
ha resucitado»
(Mt 28,5-6). Palabras que quieren
tocar nuestras
convicciones y certezas más hondas,
nuestras
formas de juzgar y enfrentar
los acontecimientos
que vivimos a diario; especialmente
nuestra
manera de relacionarnos con los
demás. La
tumba vacía quiere desafiar,
movilizar, cuestionar,
pero especialmente quiere animarnos
a creer
y a confiar que Dios «acontece»
en cualquier
situación, en cualquier persona,
y que su
luz puede llegar a los rincones
menos esperados
y más cerrados de la existencia.
Resucitó
de la muerte, resucitó del lugar
del que
nadie esperaba nada y nos espera
—al igual
que a las mujeres— para hacernos
tomar parte
de su obra salvadora. Este es
el fundamento
y la fuerza que tenemos los cristianos
para
poner nuestra vida y energía,
nuestra inteligencia,
afectos y voluntad en buscar,
y especialmente
en generar, caminos de dignidad.
¡No está
aquí…ha resucitado! Es el anuncio
que sostiene
nuestra esperanza y la transforma
en gestos
concretos de caridad. ¡Cuánto
necesitamos
dejar que nuestra fragilidad
sea ungida por
esta experiencia, cuánto necesitamos
que
nuestra fe sea renovada, cuánto
necesitamos
que nuestros miopes horizontes
se vean cuestionados
y renovados por este anuncio!
Él resucitó
y con él resucita nuestra esperanza
y creatividad
para enfrentar los problemas
presentes, porque
sabemos que no vamos solos.
Celebrar la Pascua, es volver a creer que
Dios irrumpe y no deja de irrumpir en nuestras historias
desafiando nuestros «conformantes» y paralizadores
determinismos. Celebrar la Pascua es dejar
que Jesús venza esa pusilánime actitud que
tantas veces nos rodea e intenta sepultar
todo tipo de esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte,
las mujeres
del evangelio tomaron parte,
ahora la invitación
va dirigida una vez más a ustedes
y a mí:
invitación a romper las rutinas,
renovar
nuestra vida, nuestras opciones
y nuestra
existencia. Una invitación que
va dirigida
allí donde estamos, en lo que
hacemos y en
lo que somos; con la «cuota de
poder» que
poseemos. ¿Queremos tomar parte
de este anuncio
de vida o seguiremos enmudecidos
ante los
acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a volver
al tiempo y al lugar del primer amor y decirte:
No tengas miedo, sígueme.
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HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA VIGILIA
PASCUAL:
ser centinelas del alba que saben descubrir
los signos del Resucitado
"...tampoco nosotros encontraremos la
vida si permanecemos tristes y sin esperanza
y encerrados en nosotros mismos. Abramos
en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados,
para que Jesús entre y lo llene de vida;
llevémosle las piedras del rencor y las losas
del pasado, las rocas pesadas de las debilidades
y de las caídas... No olvidemos su Palabra y sus acciones, de lo contrario perderemos
la esperanza; hagamos en cambio memoria del
Señor, de su bondad y de sus palabras de
vida que nos han conmovido; recordémoslas
y hagámoslas nuestras, para ser centinelas
del alba que saben descubrir los signos del Resucitado". |
Texto completo de la homilía de Francisco
en la Vigilia pascual 2016
« EDRO FUE CORRIENDO AL SEPULCRO» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en
la mente y en el corazón de Pedro mientras
corría? El Evangelio nos dice que los Once,
y Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio
de las mujeres, su anuncio pascual. Es más,
«lo tomaron por un delirio» (v.11). En el
corazón de Pedro había por tanto duda, junto
a muchos sentimientos negativos: la tristeza
por la muerte del Maestro amado y la desilusión
por haberlo negado tres veces durante la
Pasión.
Hay en cambio un detalle
que marca un cambio:
Pedro, después de haber
escuchado a las mujeres
y de no haberlas creído,
«sin embargo, se
levantó» (v.12). No se
quedó sentado a pensar,
no se encerró en casa como
los demás. No
se dejó atrapar por la
densa atmósfera de
aquellos días, ni dominar
por sus dudas;
no se dejó hundir por los
remordimientos,
el miedo y las continuas
habladurías que
no llevan a nada. Buscó
a Jesús, no a sí
mismo. Prefirió la vía
del encuentro y de
la confianza y, tal como
estaba, se levantó
y corrió hacia el sepulcro,
de dónde regresó
«admirándose de lo sucedido»
(v.12). Este
fue el comienzo de la «resurrección»
de Pedro,
la resurrección de su corazón.
Sin ceder
a la tristeza o a la oscuridad,
se abrió
a la voz de la esperanza:
dejó que la luz
de Dios entrara en su corazón
sin apagarla.
También las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana
para realizar una obra de misericordia, para
llevar los aromas a la tumba, tuvieron la
misma experiencia. Estaban «despavoridas
y mirando al suelo», pero se impresionaron
cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por
qué buscáis entre los muertos al que vive?»
(v.5).
Al igual que Pedro y las
mujeres, tampoco
nosotros encontraremos
la vida si permanecemos
tristes y sin esperanza
y encerrados en nosotros
mismos. Abramos en cambio
al Señor nuestros
sepulcros sellados, para
que Jesús entre
y lo llene de vida; llevémosle
las piedras
del rencor y las losas
del pasado, las rocas
pesadas de las debilidades
y de las caídas.
Él desea venir y tomarnos
de la mano, para
sacarnos de la angustia.
Pero la primera
piedra que debemos remover
esta noche es
ésta: la falta de esperanza
que nos encierra
en nosotros mismos. Que
el Señor nos libre
de esta terrible trampa
de ser cristianos
sin esperanza, que viven
como si el Señor
no hubiera resucitado y
nuestros problemas
fueran el centro de la
vida.
Continuamente vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros
y dentro de nosotros. Siempre los habrá,
pero en esta noche hay que iluminar esos
problemas con la luz del Resucitado, en cierto
modo hay que «evangelizarlos». No permitamos
que la oscuridad y los miedos atraigan la
mirada del alma y se apoderen del corazón, |
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sino escuchemos las palabras del Ángel:
el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (v.6);
Él es nuestra mayor alegría, siempre está
a nuestro lado y nunca nos defraudará.
Este es el fundamento de
la esperanza, que
no es simple optimismo,
y ni siquiera una
actitud psicológica o una
hermosa invitación
a tener ánimo. La esperanza
cristiana es
un don que Dios nos da
si salimos de nosotros
mismos y nos abrimos a
él. Esta esperanza
no defrauda porque el Espíritu
Santo ha sido
infundido en nuestros corazones
(cf. Rm 5,5).
El Paráclito no hace que
todo parezca bonito,
no elimina el mal con una
varita mágica,
sino que infunde la auténtica
fuerza de la
vida, que no consiste en
la ausencia de problemas,
sino en la seguridad de
que Cristo, que por
nosotros ha vencido el
pecado, la muerte
y el temor, siempre nos
ama y nos perdona.
Hoy es la fiesta de nuestra
esperanza, la
celebración de esta certeza:
nada ni nadie
nos podrá apartar nunca
de su amor (cf. Rm
8,39).
El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Después de haberlo encontrado,
invita a cada uno a llevar
el anuncio de
Pascua, a suscitar y resucitar
la esperanza
en los corazones abrumados
por la tristeza,
en quienes no consiguen
encontrar la luz
de la vida. Hay tanta necesidad
de ella hoy.
Olvidándonos de nosotros
mismos, como siervos
alegres de la esperanza,
estamos llamados
a anunciar al Resucitado
con la vida y mediante
el amor; si no es así seremos
un organismo
internacional con un gran
número de seguidores
y buenas normas, pero incapaz
de apagar la
sed de esperanza que tiene
el mundo.
¿Cómo podemos alimentar
nuestra esperanza?
La liturgia de esta noche
nos propone un
buen consejo. Nos enseña
a hacer memoria
de las obras de Dios. Las
lecturas, en efecto,
nos han narrado su fidelidad,
la historia
de su amor por nosotros.
La Palabra viva
de Dios es capaz de implicarnos
en esta historia
de amor, alimentando la
esperanza y reavivando
la alegría. Nos lo recuerda
también el Evangelio
que hemos escuchado: los
ángeles, para infundir
la esperanza en las mujeres,
dicen: «Recordad
cómo [Jesús] os habló»
(v.6). No olvidemos
su Palabra y sus acciones,
de lo contrario
perderemos la esperanza;
hagamos en cambio
memoria del Señor, de su
bondad y de sus
palabras de vida que nos
han conmovido; recordémoslas
y hagámoslas nuestras,
para ser centinelas
del alba que saben descubrir
los signos del
Resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha resucitado! Abrámonos a la esperanza
y pongámonos en camino;
que el recuerdo de
sus obras y de sus palabras
sea la luz resplandeciente
que oriente nuestros pasos
confiadamente
hacia la Pascua que no
conocerá ocaso.
(from Vatican Radio).
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