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E SUCEDIÓ EN ROMA hace ya algunos meses. Una tarde de noviembre, cuando asistía como periodista a una de las sesiones del último sínodo de obispos, iba yo, con mi crónica en el bolsillo, camino de la central del telex para transmitir mis noticias al periódico. Y he aquí que, en una de las paradas del autobús, que iba casi desierto, una barahúnda de chiquillas, con sus vivos gritos y sus trajes de colores chillones, se coló dentro, como si de un hato de cabritillas se tratase. «Diecinueve entradas», pidió la monja que las acompaña.

Y de pronto el autobús se convirtió en una ensaladera de bullicio.

Fue entonces cuando la pequeña se acercó a mí con su libreta en la mano. Aún, la estoy viendo: su abriguito rojo, el pelo castaño, recogido al fondo de la nuca, unos vivarachos ojos negros.

-- ¿Qué es para usted la Navidad? -me preguntó.

La miré por un momento desconcertado, sin entender a qué venía aquello.

-- Es que nos han mandado en el colegio que hagamos una encuesta.

Entendí. Las dieciocho chiquillas enarbolaban sus terribles bolígrafos y sus cuadernillos, dispuestas a asaetearnos a todos los viajeros del autobús y a todos los peatones de Roma si fuera necesario.

-- ¿Qué es para usted la Navidad? -insistía la chiquita.

Me era difícil contestar de prisa a esta pregunta. Decir simplemente: «Navidad son los días más bellos del año», hubiera sido cómodo. Y tal vez la cría se hubiese alejado satisfecha, pues ella no buscaba tanto recibir respuestas interesantes cuanto el poder decir a la monja que había entrevistado a trece en lugar de doce.

Podía también contestar que «Navidad son los días de vivir en familia». Pero entonces tendría que añadir muchas explicaciones. Pensaba en mi madre muerta años antes. Recordé qué distintas eran las Navidades «con ella» y «sin ella». ¿Debería entonces explicar a la niña que no hay una Navidad, sino muchas, y que cada Navidad es irrepetible dentro de nosotros?

¿O tal vez... ? ¿No decepcionaría yo a esta niña si no le daba una respuesta religiosa, yo, sacerdote? ¿Debía entonces contestarle que cada Navidad era como una vuelta de Jesús a nosotros? Pero pensé que en este caso debería añadirle que para mí, sacerdote, Navidad lo era cada mañana, en mis manos, a la hora exacta de la consagración.

Miré a la pequeña que me esperaba aún con sus grandes ojos abiertos y su bolígrafo posado ya sobre su libreta. Sí, pensé: tal vez debería explicarle yo ahora «mi» definición personal de la Navidad: «Son los días en que cada hombre debe resucitar dentro de sí lo mejor de sí mismo: su infancia.» Pero ¿entenderla la pequeña mi respuesta, ella que, con toda seguridad, estaba ya deseando convertirse en «señorita», dejar lejos su infancia y su colegio, peinarse con una hermosa melenita y abandonar las medias rojas?

Estaba allí con sus grandes ojos, como un pequeño juez, expectante, ansiosa de mi respuesta. Fui vulgar. Dije: «Navidad son los días más hermosos del año.» Y vi cómo la cría copiaba mi frase, feliz, simplemente porque, buena o mala, allí tenía una respuesta más para transcribirla mañana en su ejercicio.

-- ¿Qué quiere usted decir cuando dice «felices pascuas»?

La pequeña seguía mirándome, inquisitiva, como si tuviera perfecto derecho a mis respuestas. Y otra vez me encontré encajonado en aquella segunda pregunta que debía contestar a bocajarro.

¿Qué es lo que yo quería decir cuando digo felices pascuas? Nunca me lo había preguntado a mí mismo. Son frases que se dicen y escriben a derecha e izquierda sin pensarlas. Pero ¿qué es lo que verdaderamente deseo cuando hago ese augurio? ¿Deseo felicidad, salud, dinero, paz, bienestar, hondura cristiana, serenidad de espíritu? Tal vez debía responder que deseo una cosa distinta cada vez que lo digo: que al pobre le deseo un poco de segura tranquilidad; que al joven gamberro le deseo algo de la serenidad que tiene su padre y a su padre le deseo la vitalidad que tiene su hijo; que a la monja le deseo la potencia apostólica que tiene mi amigo el jocista y que a mi amigo el jocista le deseo la visión sobrenatural que tiene la monja. Pero todo esto era demasiado difícil de explicárselo a la pequeña periodista que esperaba allí, bolígrafo en ristre, mientras nuestro autobús trotaba por las calles de Roma.

-- Paz -le dije-, cuando digo «felices pascuas» deseo ante todo paz.

La pequeña copió de nuevo mis palabras. Me dio las gracias. Y se marchó corriendo hacia el fondo del autobús, donde la esperaban sus compañeras.

--¿Qué te ha respondido, - qué te ha respondido? -oí que le preguntaban.

Y luego seguí escuchando sus comentarios infantiles, gritados a dieciocho voces:

--Yo ya tengo once.
-- Yo sólo dos. En mi casa son todos unos sosos.
-- Es que yo pregunté a los vecinos del piso de arriba...
-- Hombre, así cualquiera...

El autobús había llegado ya a mi destino y bajé de él. Las periodistillas siguieron viaje y vi cómo estudiaban los rostros de los nuevos viajeros que entraban, cavilando sobre a quiénes podrían hacer víctimas de su inocente atraco.

Serigrafías y artesanías de Puerto Rico Cuando me alejé, las calles me parecieron distintas. Faltaban aún casi dos meses para la Navidad, pero, de pronto, alguien me había chapuzado en ella. Y la niña del abriguito rojo me pareció un ángel anticipado para anunciarme el gozo que llegaba.

¿Qué es para ti la Navidad?, me pregunté. Ahora ya no debía contestar con prisa, puesto que nadie esperaba mi respuesta libreta en mano. Ahora había que contestar de veras. Ahora era necesario descubrir si después de cincuenta y tantas Navidades vividas en este mundo seguía yo aún sin saber qué era aquello.

Deambulé por las calles como un sonámbulo. Y desde entonces me ha ocurrido muchas veces: estoy reunido con mis amigos y, de repente, me quedo como transpuesto. Alguien estalla entonces, riéndose de mí, y dice que estoy en el limbo. Y no es verdad: es que sigo, sigo tratando de encontrar la respuesta a las dos preguntas de la chiquilla. Porque son importantes.

¿Y la he encontrado? Todavía no. Habrá que darle aún muchas vueltas en la cabeza. Pero estoy completamente seguro de que si este año entiendo la Navidad un poco mejor y si saludo a mis amigos con un felices pascuas menos frívolo..., la culpa, la deliciosa culpa, será de aquella chavalilla del abrigo rojo, mi ángel del autobús romano que me anunció la Navidad anticipadamente.


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